GEEKS
Alberto Rojo


La compañía editora de Bill O'Reilly publicó
este año el “Atlas Geek: 128 Lugares Donde Revive la Ciencia y la
Tecnología”, una especie de guía de viajes “anti-cool( “geek” es
próximo a “traga” o “nerd”) con lugares fuera de la galaxia de interés
de, digamos, Paris Hilton, o los guionistas de Botineras.   O de el
mismo
O’Reilly. El numero de sitios no es accidental ya que todo geek
es devoto del sistema binario y 128 es dos a la séptima potencia. En
el Atlas figura el parque Nacional de las Islas Galápagos, el que
Darwin usó como laboratorio natural,  el Chateau Clos Lucé en Francia,
donde Leonardo da Vinci pasó los tres últimos años de su vida, la
tumba de Willam Rowan Hamilton en Irlanda, con su “famosa” fórmula
para multiplicar “cuaterniones” y el museo de criptología de Maryland.
 Más geek que eso no hay. Salvo que hablemos de La Zona de Exclusión
de Chernobil, en Ucrania. Ah, pero esa también está, en el lugar 80
del Atlas (no recomiendan hoteles por la zona).

Estoy en Londres por unos días por un compromiso musical y anteayer
visité el numero 75 de la lista geek: La "Royal Institution of Great
Britain" , el lugar –yo diría- de mayor tradición en la popularización
de la ciencia en el mundo, fundada en 1799 con el fin específico de
"difundir el conocimiento" a través de "clases y experimentos sobre la
aplicación a los propósitos comunes de la vida". Es una institución
muy particular ya que, además de divulgación, en el tercer piso se
hace investigación: ahi se aislaron por primera vez 10 elementos
químicos y de ahí salieron 14 premios Nobel.

 Si bien está abierto a todo público como museo, arreglé de antemano
con la agente de prensa y Frank James, el curador, para recorrer
juntos el lugar. El edificio está en la calle Albemarle, a la vuelta
del hotel Ritz, en una manzana particular por lo pituca en una ciudad
pituca en general.  Me interesaba ver es el auditorio (restaurado
después de los bombardeos de la segunda guerra) donde se dan, hace dos
siglos, las “clases públicas de los viernes”, para adultos, y las
“clases de navidad”, para chicos. Una de las más famosas, un clásico
que todo divulgador científico conoce, es “la historia química de la
vela”, donde el físico Michael Faraday explica a una audiencia
infantil el proceso de combustión y lo compara con la respiración en
los mamíferos. Las clases de los viernes fueron y son “populares”,
aunque hay que ir vestido muy formal, con “corbata negra”. A
principios de 1800 la cola que se armaba en la puerta era tan grande
que Albemarle fue la primera calle de Londres en hacerse de una sola
mano.

Visitar el lugar causa la hipnosis del lugar de los hechos; uno saca
la lupa de la distancia y del tiempo y ve que los grandes  avances se
hicieron con objetos sencillos, tubos de vidrio, cables enrollados,
lámparas de aceite. Están las bobinas que usó Faraday, en ese mismo
edificio,  en sus experimentos de electricidad para mostrar que los
imanes pueden afectar a la luz  y la botellita de vidrio con la
primera muestra de benceno aislada por él en 1825.  Y está el tubo de
vidrio que usó John Tyndall para “meter el cielo en una botella” y
demostrar que el cielo es azul porque la luz se dispersa por el aire
mismo, por los átomos de oxígeno y nitrógeno, y no por partículas o
cristales de hielo como se suponía hasta entonces.

 Y está también la carta manuscrita que la sobrina del historiador
Thomas Carlyle le envió a Tyndall en 1875, quejándose de que en las
charlas de los viernes se hablara las teorías de Darwin, calificándola
de “filosofía para perros”. Darwin no estaba asociado a la institución
pero, como vivía a pocas cuadras, y su hermano era miembro, fue a
varias clases de los viernes Tyndall. De la que se sospecha, aunque
sin pruebas (“no tenemos el ticket pero estamos casi seguros” me
dicen) es de Mary Shelley, autora de Frankestein. En la novela, el
personaje del profesor Waldman está basado en el químico Humprhey
Davy, uno de los primeros miembros de la institución y famoso por sus
charlas de los viernes. En la novela, Victor Frankestein va a las
charlas de Waldman y así se inspira para descubrir el secreto de la
vida. El libro no explica cómo Frankestein le da vida al monstruo (un
cadáver robado), pero muchas películas muestran a Frankestein usando
electricidad. Shelley estaba al tanto de las investigaciones en la
Royal Institution sobre la relación entre la electricidad y la vida y
es posible, dicen los curadores, que haya tenido este mecanismo en
mente.

 Como todo museo de ciencias del primer mundo, todo ese orbe de
instrumentos ópticos   y compases de bronce conviven con pantallas de
interacción táctil y un café muy siglo XXI. A pesar de eso, no
consiguen atraer público durante los días de semana y está cerrado
sábados y domingos. Será porque los otros (como el maravilloso Museo
de Ciencias de Londres) explotan más el efecto “wow” (guau) con
pantallas de Imax y juegos interactivos. En el de museo ciencias, el
domingo vi jóvenes cool muchísimas familias. En la Royal Institutions
había cuatro o cinco personas. Todos geeks.